Cuando uno se encuentra ante un cruce de caminos y no tiene muy claro su destino, puede escoger entre cuatro opciones: retroceder, seguir recto, girar a la derecha o a la izquierda. De todas ellas, la más inusitada por obvia es la marcha atrás. Uno ya sabe de dónde viene, lo que quiere averiguar es a dónde ir o adónde podrá llegar. Aparentemente, todo un mundo de posibilidades se abre ante tí, que puedes hacer uso de uno de nuestros bienes más preciados: la capacidad de elección (al menos, eso dicen).
Sin embargo,hay ocasiones en las que ese supuesto regalo de (¿de quién? No tengo ni la más remota idea... ¿Habrá que agradecérselo a todos esos seres humanos que lucharon y luchan por nuestros derechos? Supongo... Me pierdo). Como decía, en ciertos momentos la encrucijada no tiene nada de bueno, no es un alarde de libertad o una aventura y lo que escojamos puede traer consecuencias más que nefastas para nosotros mismos y para otros. Aquí la cosa se pone seria. Y en este maldito punto es en el que me encuentro yo ahora.
La verdad es que hacía muchísimo que no me pasaba, así que estoy bastante desentrenado en el arte de sopesar pros y contras, consecuencias y beneficios, integridades y todas esas cosas que aparecen, así, sin más (o con más, según se mire). El resultado, cómo no: una mala ostia de agárrate. Todo el día. Y estoy harto.
Hartísimo. Cansado de esas historias que nos vienen sin comerlas ni beberlas y que nos sitúan en el medio de una jodida cruz (símbolo de por sí acojonante, y me refiero a su uso en la era romana, no hablo de creencias religiosas, esas que cada uno tenga la que quiera), y nos sentimos asfixiados por la responsabilidad recién adquirida. Y me imagino estando tan tranquilo, en un muelle, cuando de golpe me lanzan un ancla pesadísima. Si la suelto allí, el muelle se va al garete y mi culo con él; si la lanzo, no sé dónde caerá ni si podrá herir alguien y, está claro, que no podré aguantarla mucho más. ¿Qué hacer? Parece uno de esos acertijos que siempre he odiado tanto del lobo, la oveja y la maldita coliflor (o lo que quiera que fuese aquello que la ovejita de las narices no podía evitar zampar). No quiero animales ni verduras, ni símbolos de crucifixión ni anclas.
Pero hete aquí que los tengo a todos reunidos en mi desván dilucidando la forma de salir, mientras yo me afano en encontrar un maldito camino de los cuatro, el menos malo (como dicen de los políticos). ¿Qué consuelo es este? Pues el que tengo.
Como decía, harto.
Sin embargo,hay ocasiones en las que ese supuesto regalo de (¿de quién? No tengo ni la más remota idea... ¿Habrá que agradecérselo a todos esos seres humanos que lucharon y luchan por nuestros derechos? Supongo... Me pierdo). Como decía, en ciertos momentos la encrucijada no tiene nada de bueno, no es un alarde de libertad o una aventura y lo que escojamos puede traer consecuencias más que nefastas para nosotros mismos y para otros. Aquí la cosa se pone seria. Y en este maldito punto es en el que me encuentro yo ahora.
La verdad es que hacía muchísimo que no me pasaba, así que estoy bastante desentrenado en el arte de sopesar pros y contras, consecuencias y beneficios, integridades y todas esas cosas que aparecen, así, sin más (o con más, según se mire). El resultado, cómo no: una mala ostia de agárrate. Todo el día. Y estoy harto.
Hartísimo. Cansado de esas historias que nos vienen sin comerlas ni beberlas y que nos sitúan en el medio de una jodida cruz (símbolo de por sí acojonante, y me refiero a su uso en la era romana, no hablo de creencias religiosas, esas que cada uno tenga la que quiera), y nos sentimos asfixiados por la responsabilidad recién adquirida. Y me imagino estando tan tranquilo, en un muelle, cuando de golpe me lanzan un ancla pesadísima. Si la suelto allí, el muelle se va al garete y mi culo con él; si la lanzo, no sé dónde caerá ni si podrá herir alguien y, está claro, que no podré aguantarla mucho más. ¿Qué hacer? Parece uno de esos acertijos que siempre he odiado tanto del lobo, la oveja y la maldita coliflor (o lo que quiera que fuese aquello que la ovejita de las narices no podía evitar zampar). No quiero animales ni verduras, ni símbolos de crucifixión ni anclas.
Pero hete aquí que los tengo a todos reunidos en mi desván dilucidando la forma de salir, mientras yo me afano en encontrar un maldito camino de los cuatro, el menos malo (como dicen de los políticos). ¿Qué consuelo es este? Pues el que tengo.
Como decía, harto.
3 comentarios:
Buf...hay momentos así...
Solucionado!!
¡¡¡¡BIEN!!!!
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