jueves, 17 de junio de 2010

¿Tonterías las justas?


Llevo ya unas semanas sin publicar nada por impedimentos diversos: el curro (¿cómo no?) y mi estado de ánimo exhausto y poco guerrillero. Sin embargo, fíjate tú, esta semana me he topado con dos cosas que me han impactado ne-ga-ti-va-men-te. Los motivos han sido múltiples, pero sin duda el más acuciante es el hecho de que ambas representan, en cierta medida, a algunos grupos de nuestra bien amada sociedad.
La primera fue una película. Estando yo de encefalograma plano, decidí bajarme un film homónimo (al menos así los etiqueto en mi cabeza) y, buceando por la red, me topé con "Sexo en Nueva York 2". Y pensé: "¿qué mejor cinta para echarme a dormir?". Así que, no sin algunos escrúpulos, le di al play de mi reproductor. No pude terminarla, nisiquiera llegué a la mitad. Y no porque cayese sin remedio en los hilos del sueño, sino porque me agarré un cabreo de impresión. ¿Cómo demonios puede haber una sola persona en el maldito planeta Tierra que no se indigne con tamaña gilipollez? Porque pase que sean una panda de pijas insufribles con una problemática vital más que cuesionable (y pasa porque alguna que otra sonrisa me han arrancado alguna vez, tras pasar el filtro, obviamente); pero, señores, es que el guión no hay por donde cogerlo, es un despropósito tras otro: primero, la Carry de los cojones agobiada porque tras dos años de martrimonio (y un piso nuevo y blablabla), su marido no quiere ir a cenar fuera todas las noches. ¡Pobrecita, eh! Después, la Samantha de los huevos tomando mil hormonas porque tiene la menopausia (de cirugía ni se habla, claro); después, la abogada esta que si el curro le roba momentos familiares y, por último, la "pija oficial" con celos de su canguro. Esto es lo que yo llamo BASURA MENTAL (por no hablar de los valores e ideales reflejados). Pero no se queda ahí la cosa (aunque se pasen más de 40 minutos para ello). No. Resulta que las invitan a visitar un país de oriente medio por todo lo alto. Ala, a todo trapo. ¡Qué coño! Pero si eso pasa todos los jodidos días. Y lo primero que dice la imbécil número 1 (Carry) al subir al avión (de superlujo, por supuesto) es a una azafata: "Me gusta tu sombrero". Jo, pero qué tía más ocurrente. En cuanto a la retahíla de tópicos sobre la homosexualidad y los árabes, no hay nada qué decir...
Muy bien, pensé, ya no puede haber esta semana nada más indignante. Pero me equivoqué. A los dos días, en el Facebook, descubrí que había un grupo que se llama "Gente que parece normal, pero compra en Primark". Alucinante. Estoy en la dimensión de los idiotas y no me había enterado. Denuncié al grupo. Gracias a ¿dios? parecía tener solo 7 seguidores... Y aún así, el regusto discriminatorio absurdo que desprendía aún me persigue hoy.
Así las cosas, la frase que da título a esta entrada lo dice todo, ¿no?

lunes, 7 de junio de 2010

ENCRUCIJADAS


Cuando uno se encuentra ante un cruce de caminos y no tiene muy claro su destino, puede escoger entre cuatro opciones: retroceder, seguir recto, girar a la derecha o a la izquierda. De todas ellas, la más inusitada por obvia es la marcha atrás. Uno ya sabe de dónde viene, lo que quiere averiguar es a dónde ir o adónde podrá llegar. Aparentemente, todo un mundo de posibilidades se abre ante tí, que puedes hacer uso de uno de nuestros bienes más preciados: la capacidad de elección (al menos, eso dicen).
Sin embargo,hay ocasiones en las que ese supuesto regalo de (¿de quién? No tengo ni la más remota idea... ¿Habrá que agradecérselo a todos esos seres humanos que lucharon y luchan por nuestros derechos? Supongo... Me pierdo). Como decía, en ciertos momentos la encrucijada no tiene nada de bueno, no es un alarde de libertad o una aventura y lo que escojamos puede traer consecuencias más que nefastas para nosotros mismos y para otros. Aquí la cosa se pone seria. Y en este maldito punto es en el que me encuentro yo ahora.
La verdad es que hacía muchísimo que no me pasaba, así que estoy bastante desentrenado en el arte de sopesar pros y contras, consecuencias y beneficios, integridades y todas esas cosas que aparecen, así, sin más (o con más, según se mire). El resultado, cómo no: una mala ostia de agárrate. Todo el día. Y estoy harto.
Hartísimo. Cansado de esas historias que nos vienen sin comerlas ni beberlas y que nos sitúan en el medio de una jodida cruz (símbolo de por sí acojonante, y me refiero a su uso en la era romana, no hablo de creencias religiosas, esas que cada uno tenga la que quiera), y nos sentimos asfixiados por la responsabilidad recién adquirida. Y me imagino estando tan tranquilo, en un muelle, cuando de golpe me lanzan un ancla pesadísima. Si la suelto allí, el muelle se va al garete y mi culo con él; si la lanzo, no sé dónde caerá ni si podrá herir alguien y, está claro, que no podré aguantarla mucho más. ¿Qué hacer? Parece uno de esos acertijos que siempre he odiado tanto del lobo, la oveja y la maldita coliflor (o lo que quiera que fuese aquello que la ovejita de las narices no podía evitar zampar). No quiero animales ni verduras, ni símbolos de crucifixión ni anclas.
Pero hete aquí que los tengo a todos reunidos en mi desván dilucidando la forma de salir, mientras yo me afano en encontrar un maldito camino de los cuatro, el menos malo (como dicen de los políticos). ¿Qué consuelo es este? Pues el que tengo.
Como decía, harto.

viernes, 4 de junio de 2010

No puedo evitarlo


A veces hay ciertas historias que me molestan, y mucho. Cosas hechas o no hechas (sin acritud ni mala intención alguna) por las personas que me rodean. En esos momentos, como me frustro, me cabreo y pienso los improperios más agrios que se me ocurren o ideo alternativas hijoputescas. No puedo evitarlo. Y en esas ocasiones me pregunto si seré, real-men-te, mala persona. Malo, maloso, como los de las películas de aventuras a la antigua usanza, cuya única misión en la vida es arruinar la vida del héroe llevanso a cabo tentativas que siempre fallan (aunque nadie puede negarles la originalidad). Ahora que lo pienso, llevado al absurdo, soy más como el coyote tras el correcaminos.
No digo que yo lleve a cabo mis maquiavélicos planes, solo que se me ocurren. Una manera de descargar tensión, pienso. Pero uno no deja de preocuparse un poco al ver rodar esa rabia contenida en forma de planes malignos de venganza.
Exagero, por supuesto, y lo ridiculizo. Sin embargo... sin embargo, hoy, nada más levantarme de una merecida siesta ha ocurrido. Algo, un maldito algo que me molesta hasta la saciedad. Y, tras todo lo descrito de mi modus operandi, he visto que solo hay una solución: vivir solo.
Soy una persona muy celosa de mi intimidad o, como diría Reverte (siempre subvirtiendo los tópicos-bueno, a veces- y tan directo a la yugular), quiero pasear mis cojones al aire por mi garita con total libertad y, claro está, sin molestar a nadie. Así las cosas, aunque entiendo perfectamente el significado de "compartir" y también asumo las consecuencias de la expresión "compartir piso", estoy hasta los mismísimos (he nombrado mis huevos dos veces en menos de 10 líneas, ¿significará algo? Me pierdo...). En contra de los que se pueda pensar, tengo un compañero de piso de puta madre, nunca hemos discutido, somos amigos y arreglamos todo hablando; vamos, que no hay malos rollos.
Pero uno trabaja con energúmenos todo el santo día y al llegar a su casa lo único que quiere es paz. Ninguna intrusión en esa parte de mi vida que me pertenece. Poder disponer de mi hogar como más me plazca, campar a mis anchas sin interrupciones. ¡Qué demonios! ¿No? Así que o soy mala persona por desear ejercer el total autoritarismo en mi propia morada o, simplemente, me voy haciendo mayor y ya no me hacen gracia los extraños en mi casa, ni las reuniones grupales imprevistas, ni nada que mi pequeño cerebro no haya pensado o deseado.
Entre tanto, me conformo con mis planes macabros absurdos y voy tirando. No puedo evitarlo.