Hay una época en nuestras vidas en la que todo se magnifica, para bien y para mal. Cualquier suceso cotidiano nos afecta inmensamente y corremos al teléfono (ahora sería el messenger o el tuenti) a contárselo a nuestro amigo o amiga (en ese momento, íntimo/a, y "para siempre"). Odiamos a nuestros padres y corremos, siempre que podemos, a la calle para huir de ellos, para sentirnos libres, adultos... Vamos al parque, a dar una vuelta, y cotilleamos de los últimos sucesos del instituto, hablamos sobre tal o cual grupo de música, vilipendaimos al profesor de Ciencias y nos quejamos de nuestra gris existencia bajo el yugo parental. Los fines de semana, si podemos o sabemos hacerlo, nos vamos al sitio "de moda" y ahogamos nuestras penas en alcohol, con la esperanza de que no se den cuenta al llegar a casa. La adolescencia es así. Pero también es la edad en la que somos más honestos con nuestros sentimientos, y amparados en el halo de la inocencia reminiscente, hablamos sobre ellos con nuestros íntimos, lloramos si es necesario, aireamos sin pudor aquello que nos reconcome y acabamos encontrando algo de paz en esa vorágine hormonal, en esos primeros pasos por el mundo de los protoadultos.
Con el tiempo, sin embargo, esos amigos nos traicionan (algunos), nuestro primer amor nos rompe el corazón, y nos adentramos, lentamente, en el olvido del sentimiento, en el cinismo social imperante, en la independencia emocional... Y, poco a poco, empieza a resultarnos más difícil hacer amigos y compartir (como antaño) las emociones que nos desbordan. Creemos, al fin, que tal acto es producto de la ingenuidad y acabamos considerándolo una obsolescencia, algo que en un adulto no estaría bien visto.
De esta manera, nos encerramos en nosotros mismos y creamos, las más de las veces, malentendidos debidos a nuestra falta de sinceridad a tiempo (con el otro y con nosotros mismos). Ni siquiera somos capaces ya de decir algo tan sencillo como: "Oye, pues tal cosa me ha sentado mal", por miedo a no ser políticamente correctos o, en su defecto, parecer críos emocionales.
¿No sería más sencillo arreglar las cosas hablando? ¿Hacer un esfuerzo de honestidad para con el otro, para con nosotros mismos? Sin duda, evitaríamos muchas de las tonterías mentales que nos asolan en las horas de soledad en las que creemos que el mundo se ha vuelto loco y ya no queda nadie auténtico, nadie que se enfrenete a sí mismo y deje de considerar que expresar lo que sentimos es una adol/obsol-escencia.
Con el tiempo, sin embargo, esos amigos nos traicionan (algunos), nuestro primer amor nos rompe el corazón, y nos adentramos, lentamente, en el olvido del sentimiento, en el cinismo social imperante, en la independencia emocional... Y, poco a poco, empieza a resultarnos más difícil hacer amigos y compartir (como antaño) las emociones que nos desbordan. Creemos, al fin, que tal acto es producto de la ingenuidad y acabamos considerándolo una obsolescencia, algo que en un adulto no estaría bien visto.
De esta manera, nos encerramos en nosotros mismos y creamos, las más de las veces, malentendidos debidos a nuestra falta de sinceridad a tiempo (con el otro y con nosotros mismos). Ni siquiera somos capaces ya de decir algo tan sencillo como: "Oye, pues tal cosa me ha sentado mal", por miedo a no ser políticamente correctos o, en su defecto, parecer críos emocionales.
¿No sería más sencillo arreglar las cosas hablando? ¿Hacer un esfuerzo de honestidad para con el otro, para con nosotros mismos? Sin duda, evitaríamos muchas de las tonterías mentales que nos asolan en las horas de soledad en las que creemos que el mundo se ha vuelto loco y ya no queda nadie auténtico, nadie que se enfrenete a sí mismo y deje de considerar que expresar lo que sentimos es una adol/obsol-escencia.